En 1968, el Ejército de Vietman del Norte y el Vietcong lanzaron una gran ofensiva coordinada por todo el sur del país, incluidas las grandes bases militares y la mismísima embajada de EEUU en Saigón. Fue la Ofensiva del Tet. El general Giap sacó la guerra de la jungla y la llevó hasta las calles de las grandes ciudades y los televisores de los norteamericanos. Las mentiras de la Administración Johnson quedaron al descubierto: el enemigo que estaba a punto de ser derrotado se convirtió de improviso en un adversario con la fuerza y la organización necesarias como para colocar a los norteamericanos a la defensiva.
Lo cierto es que la Ofensiva del Tet fue un colosal fracaso militar para Giap y el Vietcong. Giap envió al combate a 70.000 de sus hombres y perdió a 50.000 de ellos. Pero, quizá sin saberlo al principio, consiguió una gran victoria propagandística dentro de EEUU. A partir de ese momento, la mayoría de los corresponsales norteamericanos en Vietnam llegó a la conclusión de que esa guerra no se podía ganar. (A veces, la percepción tiene tanta o más fuerza que la realidad. El veterano periodista Arnaud de Borchgrave que cubrió el Tet para Newsweek, cree que muchos de sus colegas se equivocaron).
Lo que se ha visto en Faluja y en varias ciudades del sur de Irak en los últimos diez días no es una copia del Tet 36 años después. Sí hay una idea que vale ahora tanto como entonces: los militares, por mucha potencia de fuego que tengan, no pueden solucionar los problemas políticos derivados de una ocupación. En 1968, los marines barrieron a sus atacantes. En el 2004, los marines tienen los medios para no dejar piedra sobre piedra en Faluya. Sin embargo, de la misma forma que nadie puede sentarse sobre una bayoneta, también puede decirse que es imposible poner en marcha una transición a la democracia a golpe de helicópteros Apache y tanques Abrams
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